Mirando al mundo de cabeza, Viviana creía alucinar. Sus ojos desorbitados veían una enorme roca acercarse hacia ella, pero su mente no lo podía creer. Quizá la acumulación de sangre en su cerebro, debida a esa incómoda postura, la hacía delirar. Cómo dar crédito a lo que vemos si positivamente lo sabemos imposible. Cómo esquivar un veloz proyectil de obsidiana si no hay manera de moverse.
Si tan sólo hubiera sabido escuchar...
***
Hace diez años, cuando tenía nueve, Viviana solía ir a caminar descalza por las calles de tierra del pueblo, un asentamiento pequeño en una vasta planicie árida. Los arbustos, los cactus y las zarzas dominaban las colinas más allá de donde la vista perdía la noción del color y sólo existía el azul del horizonte.
Las casas humildes agrupadas paralelamente a ambos lados de la carretera principal, un camino secundario en mal estado, eran vetustas construcciones mixtas, o sólo de caña o bloques sin enlucir.
Viviana era una niña inquieta e inteligente, siempre llevaba medias blancas y el cabello arreglado con un par de trenzas, con las cuales le gustaba azotar a Jaime, su hermano menor, cuando ambos viajaban en la camioneta de su tío Rodrigo todos los sábados al ir de compras a la ciudad vecina. Cuando se sentaba delante de Jaime y su tío aceleraba, las trenzas de Viviana parecían látigos con voluntad propia, que además podían ser dirigidos con un rápido giro para mirar al hermano menso de reojo, mientras sonreía con malicia.
Ella iba a la escuela del pueblo cada día muy temprano, ansiosa por aprender más de las ciencias naturales: lo único que le gustaba de todas las clases, largas y tediosas, dictadas por gente con poca paciencia y aún menos creatividad.
La niña amaba a los animales, hasta tenía tres gatos que dormían en su propia cama, a espaldas de sus padres. Con frecuencia estornudaba sin parar en las mañanas, pero nunca relacionó aquello con el pelo de los gatos, que cuidadosamente cepillaba de su cama apenas despertaba.
A Viviana y a Lily, su prima, les gustaba mucho jugar a las escondidas entre las casuchas a medio terminar o las construcciones abandonadas de algún emigrante rural ansioso por liberarse de las cadenas polvorientas de aquel pueblo olvidado por Dios, pero ignorante de lo maligno de las cadenas polutas de la gran urbe, a la que el mismo Dios miraba con indiferencia. Ahora era sólo la sencilla pobreza del pueblo, pero entonces sería la compleja miseria de la ciudad.
De ordinario el día comenzaba con la declaración de los gallos confirmando su ineludible advenimiento. Los hombres salían a enyugar los bueyes y arar los campos, las mujeres sembraban la tierra y limpiaban sus polvorientas casas, los niños iban a clases, y los buitres surcaban los cielos en la búsqueda eterna de un cadáver fresco de animal -aunque hay quienes sostienen haber visto uno picotear a un ebrio-; caso contrario, la basura amontanada en los arrabales y quebradas bastaría.
Por las tardes los niños jugaban con extraños artefactos improvisado a falta de juguetes propiamente tales. Las niñas corrían de aquí para allá jugando a la tocada, las escondidas, las rondas y otros juegos, algunos de los cuales compartían con los niños.
Uno de sus intereses comunes era arrojar piedras a las telarañas de los arbustos y hierbajos que crecían alegremente a la vera del camino, frente a sus casas. Previo el grito eufórico de "¡Telaraña!" comenzaba el sencillo ritual infantil que consistía en derribar el delicado manto, a veces sin tan siquiera reparar en su tenebroso y obscuro habitante, enemigo mortal de moscas y avispas por igual.
La pequeña mano de Viviana era capaz de arrojar piedras a una media de 9 kilómetros por hora. A tal velocidad no había telaraña que detuviera el proyectil y la araña dueña del sedoso inmueble experimentaba un viaje que en segundos la transportaba al suelo, a años-luz de distancia de su nebulosa de origen. Muchas de ellas perecían aplastadas por el peso o el impacto de la roca, dependiendo de la resistencia y flexibilidad de la tela. Su interior semilíquido era exprimido de súbito, y una pequeña mancha viscosa en el suelo resultaba cadáver y epitafio al tiempo...
Su madre solía decirle que no jugara de ese modo, que no arrojara piedras a las telarañas. "A ti no te gustaria que alguien te hiciera eso", decía, pero aquella no era explicación suficiente; más bien no lo era.
Años del juego cruel pero inocente al mismo tiempo, dejaron sus huellas en la memoria de la niña. No podía ser de otro modo. Un caluroso día de verano despertó sintiendo un cosquilleo en la punta de su nariz. Abrió los ojos, y vio una araña gigante -al menos así debió parecerle desde ese ángulo, y a esa edad- de color pardo amarillo, inofensiva pero dotada de unas enormes y peludas patas, que impresionaban con cada movimiento. Se quedó congelada, mirando con los ojos cruzados sobre su nariz, incapaz de moverse o gritar. Entonces lo supo. El alma colectiva de miles de arañas era una sombra siniestra que no se apartaría de su cabecera. Y allí fue cuando comenzaron las pesadillas...