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domingo, 16 de enero de 2011

El sueño de Viviana (Desenlace)

Habían pasado diez minutos y Viviana aún no llegaba al hospital. Conducía velozmente, consciente de que cada minuto era vital. De repente, sintió el inexorable efecto paralizante del veneno sobre su sistema nervioso. Pero, decidida a no morir asfixiada o víctima de un infarto, hizo un esfuerzo sobrehumano y condujo aún más deprisa. La lengua adormecida le impediría pedir auxilio, así que ahora su vida dependía de la perspicacia incipiente y el discernimiento casi nulo de las enfermeras del hospital público.

Era aquel un día lluvioso,… lluvioso y funesto. No tan funesto por el frío implacable ni por la infausta picadura de la viuda negra (“Nivel 4 en la escala del dolor… ¿no dijeron eso en el Discovery Channel?”). Más bien porque un brillo en el retrovisor la volvió a hacer palidecer. Un hilo sedoso y brillante, el arnés de una pequeña araña doméstica que, antes de que pudiera evitarlo, descendió sobre su hombro.

Eso fue todo. Viviana perdió la cabeza y el control de su auto.. El coche patinó, dio un giro completo y se estrelló contra la baranda de un puente. Su cuerpo atravesó el parabrisas en medio de una lluvia de cristales y el río no tardó en recibir su ser inerte.

***

Despertó con taquicardia. No sabía si se había quedado dormida tres segundos o treinta y tres. Sin duda, una espeluznante sensación de eternidad. Un instintivo golpe en el volante corrigió la dirección antes de que se estrellara con la ambulancia. ¿Qué significaba aquella pesadilla distinta? ¿Salvación? ¿Condenación?

Llovía a cántaros. Viviana vio el logotipo borroso del hospital y un par de cruces rojas desdibujadas, como diluidas por el torrencial aguacero o su propia visión, a ratos borrosa. Con esfuerzo logró abrir la puerta del auto rojo  fue recibida enseguida por el pavimento.

Afuera, los paramédicos llevaban una camilla con un hombre herido en un accidente de tránsito ocasionado por el exceso de velocidad y el mal tiempo, mientras Viviana alzaba en ademán suplicante su mano izquierda, lánguida, no tanto por el frío como por los nefatos efectos del veneno, 15 veces más tóxico que el de una serpiente cascabel.

Mientras tanto, frente al hospital en una sala de cine, Lily, la chica no-aracnofóbica, disfrutaba de imágenes grandilocuentes de un tipo que luego de ser picado por una araña en circunstancias inusuales, se convertiría en un superhéroe mítico.

Ahora sonreía en su butaca y soñaba despierta en ser la novia de Peter, mientras envolvía su cabello rojizo alrededor de su índice izquierdo y se mordía el labio inferior, que había empezado a temblar sin ninguna razón.

 

© 2004 - A.H. (12 de julio)

miércoles, 12 de enero de 2011

El sueño de Viviana (II)

Una década. Viviana ahora vivía en la ciudad, tenía un auto compacto rojo y se había casado con un hombre, cuyo trabajo le permitía tener una casa con un diminuto jardín y pisos de madera pulida, dos perros y dos niños. Pero aún vivía en una región tropical, cálida y lluviosa, atestada de arañas.
Casi cada noche de los pasados diez años había sido lo mismo.

Mirando al mundo de cabeza, Viviana creía alucinar. Sus ojos desorbitados veían una enorme roca acercarse hacia ella, pero su mente no lo podía creer. Quizá la acumulación de sangre en su cerebro, debida a esa incómoda postura, la hacía delirar. Después de todo, había visto una araña gigantesca tomar una piedra negra y arrojársela con fuerza, luego de gritar: "¡Niña con trenzas!".
Cómo dar crédito a lo que vemos si positivamente lo sabemos imposible. Cómo esquivar un veloz proyectil de obsidiana si no hay manera de moverse, cuando se está envuelto como momia en filamentos tan sedosos como pegajosos.

Ya no gritaba, pero aún despertaba sudando.
Su marido era, a su vez, un emigrante urbano que se había ido a una metrópoli cosmopolita a realizar su sueño de una vida mejor.
Cada noche Viviana despertaba en soledad, con la creciente fobia incubada en su mente que con el transcurso del tiempo se revelaba recién como un grave impedimento psicológico. Miraba la foto en blanco y negro del marido sonriente y pensaba en cuándo volvería. Pensaba también en cuándo podría podar las plantas de su jardín, o mejor, dejar de pasar corriendo por él, por temor a encontrarse de frente con uno de esos temidos artrópodos.
Recordaba cómo algún transeúnte indiscreto había susurrado a un compañero de acera: "Buena, ¿no? Lástima que esté loca", sin entender que de las fobias infantiles, las más terribles y devastadoras son precisamente aquellas relacionadas con los insectos, esos pequeños y repulsivos animales cuya hegemonía en el planeta es indiscutible.
Habían sido diez largos años y estaba agotada. Pasaba por estados depresivos y tenía síntomas de fatiga crónica. Pero ella no lo sabía.
Un día, uno de sus hijos, el más pequeño, había atrapado algo en una cajita de cartón. Lleno de dicha fue a enseñárselo a su madre, alegando que era el animal más bonito que había visto. Sólo quería saber su nombre.
La madre tuvo un mal presentimiento. Cogió con cuidado la caja y se dispuso a quitarle la tapa y salir de dudas. Palideció, y su rostro crispado denotaba terror. Su labio inferior temblaba y sus ojos muy abiertos no pestañeaban; sus manos no soltaban la caja, que empezaba a trepidar.
Allí, en el fondo de la vieja caja de cereal, había una araña negra y diminuta que fingía estar muerta, con las extremidades dobladas sobre su abdomen. Viviana no podía apartar su mirada de ella, ni sus manos temblorosas de la caja. Reconoció en el abdomen del insecto la figura de un reloj de arena de un rojo brillante. Gritó destemplada. Arrojó la caja. El artrópodo cayó en su pelo y la mujer enloqueció. La histeria furiosa precipitó lo de otro modo evitable.
La araña corría hacia la rendija más próxima, pero su víctima no hacía más que mirar, a través de sus lágrimas, su meñique izquierdo adolorido.     

sábado, 8 de enero de 2011

El sueño de Viviana (I)

Mirando al mundo de cabeza, Viviana creía alucinar. Sus ojos desorbitados veían una enorme roca acercarse hacia ella, pero su mente no lo podía creer. Quizá la acumulación de sangre en su cerebro, debida a esa incómoda postura, la hacía delirar. Cómo dar crédito a lo que vemos si positivamente lo sabemos imposible. Cómo esquivar un veloz proyectil de obsidiana si no hay manera de moverse.
Si tan sólo hubiera sabido escuchar...

***
Hace diez años, cuando tenía nueve, Viviana solía ir a caminar descalza por las calles de tierra del pueblo, un asentamiento pequeño en una vasta planicie árida. Los arbustos, los cactus y las zarzas dominaban las colinas más allá de donde la vista perdía la noción del color y sólo existía el azul del horizonte.
Las casas humildes agrupadas paralelamente a ambos lados de la carretera principal, un camino secundario en mal estado, eran vetustas construcciones mixtas, o sólo de caña o bloques sin enlucir.
Viviana era una niña inquieta e inteligente, siempre llevaba medias blancas y el cabello arreglado con un par de trenzas, con las cuales le gustaba azotar a Jaime, su hermano menor, cuando ambos viajaban en la camioneta de su tío Rodrigo todos los sábados al ir de compras a la ciudad vecina. Cuando se sentaba delante de Jaime y su tío aceleraba, las trenzas de Viviana parecían látigos con voluntad propia, que además podían ser dirigidos con un rápido giro para mirar al hermano menso de reojo, mientras sonreía con malicia.
Ella iba a la escuela del pueblo cada día muy temprano, ansiosa por aprender más de las ciencias naturales: lo único que le gustaba de todas las clases, largas y tediosas, dictadas por gente con poca paciencia y aún menos creatividad.
La niña amaba a los animales, hasta tenía tres gatos que dormían en su propia cama, a espaldas de sus padres. Con frecuencia estornudaba sin parar en las mañanas, pero nunca relacionó aquello con el pelo de los gatos, que cuidadosamente cepillaba de su cama apenas despertaba.
A Viviana y a Lily, su prima, les gustaba mucho jugar a las escondidas entre las casuchas a medio terminar o las construcciones abandonadas de algún emigrante rural ansioso por liberarse de las cadenas polvorientas de aquel pueblo olvidado por Dios, pero ignorante de lo maligno de las cadenas polutas de la gran urbe, a la que el mismo Dios miraba con indiferencia. Ahora era sólo la sencilla pobreza del pueblo, pero entonces sería la compleja miseria de la ciudad.

De ordinario el día comenzaba con la declaración de los gallos confirmando su ineludible advenimiento. Los hombres salían a enyugar los bueyes y arar los campos, las mujeres sembraban la tierra y limpiaban sus polvorientas casas, los niños iban a clases, y los buitres surcaban los cielos en la búsqueda eterna de un cadáver fresco de animal -aunque hay quienes sostienen haber visto uno picotear a un ebrio-; caso contrario, la basura amontanada en los arrabales y quebradas bastaría.
Por las tardes los niños jugaban con extraños artefactos improvisado a falta de juguetes propiamente tales. Las niñas corrían de aquí para allá jugando a la tocada, las escondidas, las rondas y otros juegos, algunos de los cuales compartían con los niños.
Uno de sus intereses comunes era arrojar piedras a las telarañas de los arbustos y hierbajos que crecían alegremente a la vera del camino, frente a sus casas. Previo el grito eufórico de "¡Telaraña!" comenzaba el sencillo ritual infantil que consistía en derribar el delicado manto, a veces sin tan siquiera reparar en su tenebroso y obscuro habitante, enemigo mortal de moscas y avispas por igual.
La pequeña mano de Viviana era capaz de arrojar piedras a una media de 9 kilómetros por hora. A tal velocidad no había telaraña que detuviera el proyectil y la araña dueña del sedoso inmueble experimentaba un viaje que en segundos la transportaba al suelo, a años-luz de distancia de su nebulosa de origen. Muchas de ellas perecían aplastadas por el peso o el impacto de la roca, dependiendo de la resistencia y flexibilidad de la tela. Su interior semilíquido era exprimido de súbito, y una pequeña mancha viscosa en el suelo resultaba cadáver y epitafio al tiempo...
Su madre solía decirle que no jugara de ese modo, que no arrojara piedras a las telarañas. "A ti no te gustaria que alguien te hiciera eso", decía, pero aquella no era explicación suficiente; más bien no lo era.
Años del juego cruel pero inocente al mismo tiempo, dejaron sus huellas en la memoria de la niña. No podía ser de otro modo. Un caluroso día de verano despertó sintiendo un cosquilleo en la punta de su nariz. Abrió los ojos, y vio una araña gigante -al menos así debió parecerle desde ese ángulo, y a esa edad- de color pardo amarillo, inofensiva pero dotada de unas enormes y peludas patas, que impresionaban con cada movimiento. Se quedó congelada, mirando con los ojos cruzados sobre su nariz, incapaz de moverse o gritar. Entonces lo supo. El alma colectiva de miles de arañas era una sombra siniestra que no se apartaría de su cabecera. Y allí fue cuando comenzaron las pesadillas...
          

domingo, 2 de enero de 2011

Ley Resorte


Este año plantea para América Latina amenazas impensables en otras épocas para la libertad de expresión y la democracia. La Ley Resorte en Venezuela es una de ellas, sin mencionar las iniciativas bolivianas y ecuatorianas de reformas orientadas a la regulación de los medios de comunicación, aunque evidentemente
-no nos digamos mentiras- lo que se busca es el control absoluto.

Es impresionante cómo el gobierno venezolano no ha sólo ha radicalizado sus posiciones pro comunismo, gracias a la Ley Habilitante que le ha dado a Chávez poderes omnímodos para imponer alegremente la pesadilla socialista que tanto anhela, sino también la cubanización de la visión del mandatario frente a Internet, cuando pretende imputar responsabilidad a los proveedores locales sobre lo que cualquier ciudadano en ejercicio de su libertad de expresión comente o plantee en cualquier sitio web.

La forma más perversa de aniquilación de aquella libertad es por vía de la autocensura, y no debe tolerarse bajo ningún concepto, menos aún cuando subjetivamente se han establecido los criterios que permitan juzgar qué declaración o comentario es peligroso, o puede generar conmoción social o es ofensivo, racista (sobre todo en Bolivia) u ofende y desconoce a las autoridades del gobierno constitucional.

Es de esperar -y estar atentos- a que nada similar se pueda alguna vez intentar en el país, y que más bien se devuelva a los ciudadanos la libertad de expresión y de elección de medios que siempre tuvieron, y que desde el Ejecutivo se detenga la campaña de descalificación y persecución contra quien piensa diferente.

Prohibido olvidar: el poder corrompe. El poder absoluto, corrompe absolutamente.